Hace calor
Es la siesta,
hace calor y ella, la madre, vestida con una remera holgada de tela blanca, sin
mangas y con unos anteojos redondos dibujados y la leyenda “imagine”, más abajo en letras cursivas,
está viendo un programa en la tele de esos en los que hay personas que buscan a
otras personas. Viste, además, un short de jean con dobladillo y unas ojotas
violetas. Con el calor que hace se metería en la piscina pero el agua está
verde ya que la bomba se quemó hace meses y el jardín es un yuyal porque nadie
corta el césped en la casa. Entonces permanece frente a la tele tomando una
cerveza que se ha puesto un poco tibia mientras se deja acariciar por el flujo
de aire húmedo que proviene de un ventilador de techo.
Un segundo
antes de que la llave gire en la cerradura desde afuera, siente la voz de la
hija. La voz y la risa de la hija que habla con alguien.
–Hola, ma. –dice no bien entra.
Viene con un
joven, al parecer músico porque trae un estuche de bajo o de guitarra que,
incómodo, busca dónde apoyar. Tendrá unos veinticuatro años y es flaco y
fibroso. Usa un jean ajustado tipo chupín y un cinturón de tachas además de un
extraño peinado cigomorfo que debe llevarle horas y kilos de gel. Tiene la
mirada dura, diamantina. Parece, no un gato, sino algún otro animal más avieso.
Después de hurgar en la heladera en busca de algo para comer, se encierran en
la pieza de la hija.
Al rato se
los escucha gemir.
Piensa, la
madre, en ponerse a hacer algo. Se le ocurre, por ejemplo, unos de esos postres
instantáneos a los que se les agrega leche, se baten y al freezer y ya.
Entonces decide buscar un bol en el bajo mesada de la pileta de la cocina pero
advierte, cuando abre, que todo está húmedo allí adentro y que hay, en el fondo de las cosas que se guardan,
un agua color óxido marrón con cadáveres de insectos. Se fastidia. Busca un
balde y le echa un chorro de lavandina. Quita todo con estruendo y se pone a
fregar.
Así la
encuentran la hija y el novio que vinieron a untar pan con mermelada porque les
dio hambre. Se ríen de la situación de la madre, metida de cabeza bajo el
mueble sin advertir que ellos le miran, desde atrás, el culo redondo que avanza
y retrocede. Tiene, la madre, los dedos de los pies apoyados fuertemente contra
el piso para darse impulso. Se le ve la piel arrugada del arco de la planta del
pie y la más amarilla de los talones; es raro el dedo chico, un poco inútil, de
costado.
–Me voy a
bañar –dice la hija.
La madre
emerge enrojecida por el esfuerzo. Ha advertido que es un flexible el que
gotea. Claro que por esos defectos constructivos que tienen algunas casas no se
había dado cuenta de la pérdida porque la rejilla queda justo bajo el mueble de
cocina y para ahí escurría el agua.
Se siente un
poco ultrajada por esa mirada de algo así como un reptil del novio de la hija.
Los dientes blanquísimos desplegados en una sonrisa tal vez aprobatoria de la
esfera que un instante antes avanzaba y retrocedía al vaivén de la furia del
cepillo; de la porción de piel de la cintura de la madre, adornada con un
tatuaje tribal que se hizo cuando joven.
La madre
pregunta o más bien afirma:
–¿No sabés
nada de flexibles, vos?
El muchacho
no quita la sonrisa ofídica de sus labios y no deja de mirarla a los ojos. Se
escucha el agua de la ducha, tras la pared, en el baño.
–No, qué vas
a saber –dice y se inclina para limpiar
las partículas de suciedad que han quedado adheridas a sus rodillas. Los ojos
fríos del muchacho son color aguamarina; se fijan en las tetas de la madre que,
así agachada, aparecen como dos conos apuntados hacia el suelo.
–Ma, ¿me
alcanzás un toallón? –grita la hija, como siempre gritan las hijas a las
madres, desde el baño. Los toallones se guardan en el armario del pasillo. Pero
por la mañana entró dos que estaban en el tender y se encuentran doblados sobre
el lavarropas. La cocina no es grande; con solo estirar el brazo se puede
llegar a alcanzar uno. Pero el muchacho no se aparta haciendo que los dos se
rocen. La madre no puede evitar su perfume. Por fin logra agarrar el toallón y,
quebrando la muñeca, lo deja pender de su dedo insinuando con los ojos y una
media sonrisa la orden de llevarlo. El muchacho lo toma y se dirige hacia el
baño. Su espalda es larga; el elástico de su ropa interior es negro con letras
blancas.
Más tarde
cenan los tres. Más calor y más cerveza.
Después la
madre se va a su habitación. Acostada boca arriba se aferra a los barrales de
la cama. Afuera la noche y algún pájaro nocturno; y las estrellas, arriba,
titilando pálidas, tal vez aguamarinas.