Tres días en la vida de Santa
1er.
día: 22 de diciembre
El
laburo –el curro, diría mi viejo– se lo consiguió Telmo. En realidad lo venía
haciendo él hasta ese día pero le había salido para hacer de mozo en un bar de
karaoke, que era más guita, por las propinas. Por eso había hablado con Beto.
Incluso le dijo de tirar un colchón en el living de su casa total quedaban
solamente tres días hasta Navidad. María Gabriela no se enojaría, no. Con lo de
las fiestas estaba a jornada extendida porque en la tienda no daban abasto con
las ventas. Beto aceptó. De cualquier manera, no le quedaba otra.
El
trabajo era un clásico, cualquiera lo conoce. Consistía en disfrazarse de Papá
Noel e instalarse en una silla frente a una especie de cabaña en el tercer piso
del shopping para recibir las peticiones de los chicos, hacerles upa y posar
para las fotos. El traje era la muerte: hedía a dinosaurio y estaba hecho de un
pañolenci grueso como una frazada. El horario era de diez de la mañana a diez
de la noche con quince minutos de descanso para una hamburguesa en el patio de
comidas –gentileza del shopping, por supuesto–.
Para
cuando llegó el fin de la primera jornada, Beto estaba deshidratado y le dolía
la cabeza; a lo único a lo que atinó fue a tomar una aspirina y a tirarse en el
colchón que le habían puesto.
Segundo
día: 23.
Hacía
más calor y el traje era una sopa por adentro. Trataba de moverse lo menos
posible pero el gerente se había ensañado con él y pasaba a cada rato; que
agitara la campanita y jo, jo, jo, le ordenaba con ojos que destilaban tirria.
Y los chicos haciendo fila y todas sus voces agudas al mismo tiempo con eso de
la play, la patineta y las zapatillas de Violeta. Unos botines de Messi y otra
vez la play y las zapatillas. Y para colmo tres adolescentes de flequillo y
shorcitos –supuso que habrían hecho una apuesta entre ellas– que lo miraban y
se reían señalándolo. Una insistió en subirse a sus rodillas y empezó a
frotarse y a pedirle guarradas en el oído. Se quería matar, Beto. Estaba todo
mal, era chiquita, no podía estar haciéndole lo que le hacía y con las madres y
los nenes viendo todo, todo el tiempo. Cuando las chicas por fin se cansaron y
se fueron, Beto quedó envarado y no había modo de volver a la normalidad. Para
las diez de la noche no sabía ni cómo se llamaba. Daba vueltas en el colchón
tratando de pensar en cualquier cosa para calmarse. Fue inútil. María Gabriela
pasó al baño en ropa interior, dos veces. Pensó que no se controlaría.
3er
día: Nochebuena.
El
traje parecía de lata a esta altura. Como el de un buzo o un astronauta. Y más
y más chicos en la fila interminable. Pero había que ponerle el pecho. Después
de la hamburguesa, al retomar su puesto, se encontró con que la primera era la
adolescente del otro día. –Me estás jodiendo– pensó Beto, pero ya se le había
puesto dura y ella, frotándose y diciéndole al oído que quería un vibrador y
una ropita ¿eh, Santa?
Beto
no tenía más minutos de descanso pero le importó un cuerno. Fue hasta el baño y
se hizo una paja de parado, en el retrete. Eyaculó lo que le pareció un litro
entero de esperma. Tanto que manchó el traje justo donde más se notaba por lo
que intentó limpiárselo con ese papel ordinario que salía de un coso de
acrílico al que hay que bajarle y subirle una palanca. Cualquiera sabe lo
difícil que resulta quitar manchas de semen de una tela que absorbe.
Cuando
quiso retornar a sus tareas vio que en su puesto había dos agentes de seguridad
del shopping y uno que a todas luces era un poli de civil. Emprendió la
retirada intentando que no lo vieran pero ¡ey! le gritaron y entonces se echó a
correr. Se largaron tras él como perros de presa que eran. Bajó la escalera
mecánica que subía, usando el pasamanos de tobogán. Pero tenían handys, los
tipos. Otros dos lo estaban esperando abajo. Los borcegos le apretaban por lo
que mucho no podía correr; se tiró de cabeza atravesando el kiosco de sweet candys. Los globos inflados con
helio volaron hacia el techo tras el consiguiente desparramo y griterío. Pudo
salir con lo justo por la puerta que daba al estacionamiento del bingo; esquivó
por milímetros una mano que le retuvo el gorro tomándolo de la borla. Corrió
por entre los autos estacionados. Se trataba de un extraño Papá Noel, sudado y
calvo: llamaba demasiado la atención. Un policía uniformado le detuvo la
carrera. Lo puso boca abajo y le esposó dolorosamente las manos en la espalda.
En la seccional lo ficharon y le preguntaron una y mil veces por qué había
corrido. No supo que decirles. Sólo que se había asustado. Le dejaron hacer una
llamada. No les dijo, pero fue larga distancia. La madre, al otro lado, le
preguntó si estaba bien y Beto le dijo que sí, que había conseguido un
trabajito en el shopping, que todo estaba perfecto. Entonces le preguntó con
quién iba a pasar la Nochebuena y él le dijo que con amigos. “Feliz Navidad,
m`hijito” le deseó la vieja. Después cortaron. A las diez, diez y media de la
noche pisó las calles nuevamente. Telmo y María Gabriela no le preguntaron
nada. Con verle la cara se notaba que no estaba para contestar preguntas.
Además tenían invitados. Le hicieron un lugar en la mesa y a las doce, que ya
eran, brindaron todos.